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THE TORONTO STAR
Es hora de que los EE.UU. cambien sus hábitos
por Abraham F. Lowenthal
29 de diciembre de 1999
Marca Registrada © 1999 THE TORONTO STAR. Todos los derechos
reservados.
Tres hechos recientes, completamente independientes pero partes
de un todo, ilustran vívidamente cuán difícil
y necesario es que los Estados Unidos dejen de lado hábitos
del Siglo XIX cuando el Siglo XX acercándose a su fin.
La transferencia simbólica del Canal de Panamá
al gobierno panameño, el acuerdo del Pentágono de
discontinuar escalonadamente la utilización de la isla
puertorriqueña de Vieques como polígono de tiro
y la decisión del Departamento de Justicia de seguir los
procedimientos establecidos en el caso de Elián González
-el niño cubano de seis años rescatado de las aguas
de Florida después de que su madre y otros se ahogaron
tratando de llegar a los Estados Unidos desde Cuba- son todos
eventos que reflejan la tensión entre modelos muy arraigados
y las nuevas realidades.
Al transferir la Zona del Canal de Panamá, Washington
ejecuta de buena fe el tratado Carter-Torrijos de 1977. Al hacerlo,
los EE.UU. reconocen, a pesar de la, feroz oposición pública
de algunos sectores, la soberanía de Panamá sobre
su territorio nacional, incluso la Zona del Canal de Panamá,
de 82 km (51 millas) de extensión, donde los Estados Unidos
han actuado como si fueran soberanos desde 1903.
Si bien algunas personas de los Estados Unidos aún creen
que el canal y la Zona del Canal deberían ser operados
para siempre por estadounidenses, el gobierno de los EE.UU., al
transferir todas sus instalaciones y la autoridad a Panamá,
ha eliminado un vestigio colonial que por muchos años enturbió
las relaciones interamericanas.
En Vieques, frente a la costa este de Puerto Rico, se necesitó
la muerte accidental del guardia de seguridad civil David Sanes
Rodríguez para movilizar la fuerte oposición puertorriqueña
a que la Marina de Guerra de los EE.UU. continuara utilizando
la isla inhabitada como polígono de tiro con munición
real. El sentimiento puertorriqueño al respecto, manifestado
en forma creciente, finalmente captó la atención
de Washington y forzó al Pentágono a buscar vías
alternativas para adiestrar a las fuerzas de los EE.UU.
En el caso de Elián González, el gobierno de
los EE.UU. resistió el instinto político y emocional
de conceder asilo inmediato al niño en Florida, aplacando
de esa forma a la comunidad de exilados allí, y confiar
en los procedimientos y precedentes establecidos para determinar
la suerte del niño. Ninguna solución parece satisfactoria
para este caso desgarrador, pero por lo menos los Estados Unidos
no están haciendo valer el derecho de sobrepasar leyes
y convenios nacionales e internacionales para anotarse puntos
contra Fidel Castro o actuando sobre el supuesto de que los estadounidenses
saben mejor qué beneficia más a los intereses de
Elián.
Todos estos episodios, sin embargo, han sido difíciles
para el cuerpo político estadounidense. En Panamá,
el presidente Clinton no solo declinó asistir a la ceremonia,
sino que también permitió que la Secretaria de Estado
Madeleine Albright se excluyera de la misma, desairando a Panamá
y minimizando un evento internacional importante, para evitar
la potencial crítica interna.
En Vieques, se necesitó la intervención presidencial
para empujar a la Marina de Guerra de los EE.UU. a reconocer la
fuerza y extensión de la oposición puertorriqueña
a que su territorio fuera bombardeado a diario. Más aún,
todo el episodio señala la anormalidad de la "condición
de Estado Libre Asociado" de Puerto Rico, que requiere el
pago de impuestos y muchas otras obligaciones, sin representación
en el Congreso de los EE.UU.
En el caso de Elián González, el instinto inicial
de los funcionarios de los EE.UU. fue hacer valer el derecho de
los EE.UU. de separar al niño de su padre, violando la
ley de familia de los EE.UU. y los acuerdos pertinentes de migración
entre los EE.UU. y Cuba.
La aplicación de la ley demandó valor político
y burocrático y el caso aún está sujeto a
presiones extraordinarias.
Lo que vincula a los tres casos es la necesidad de los conductores
de los EE.UU. de superar actitudes modeladas un siglo atrás,
cuando los Estados Unidos se convirtieron por primera vez en un
actor importante en el escenario mundial, precisamente por proyectar
su poder creciente en la Cuenca del Caribe y América Central.
Han transcurrido más de 100 años desde la Guerra
Hispano-Norteamericana, pero el modelo de las relaciones de los
EE.UU. con los pequeños países al sur de su frontera
ha sido difícil de vencer. En incontables oportunidades
los EE.UU. han intervenido utilizando fuerzas militares, manipulación
encubierta, influencia financiera o guiado político.
Los Infantes de Marina de los EE.UU. desembarcaron más
a menudo en esas tierras durante los años '20, pero aún
en los 50 últimos años, hubo un repetido intervencionismo
de los EE.UU. en Cuba, la República Dominicana, El Salvador,
Granada, Guatemala, Haití, Honduras, Nicaragua y Panamá.
Muchos funcionarios y parte del público estadounidenses
aún piensan que la Cuenca del Caribe está bajo la
esfera de influencia de los EE.UU., donde sólo Washington
establece las reglas, determina el desarrollo que cree mejor y
actúa en concordancia.
Las decisiones de transferir el control del Canal de Panamá,
finalizar el bombardeo de Vieques y aplicar la ley en el caso
de Elián González son signos pequeños, pero
quizás muy significativos, de que los estados Unidos pueden
estar listos a tratar con otros países sobre la base del
respeto mutuo y la cooperación, y no por imposición,
mandato o fuerza. Si es así, los Estados Unidos serán
más capaces de afrontar los complejos desafíos del
Siglo XXI.
Se necesitará un alto nivel de cooperación internacional
para tratar asuntos tales como el intercambio comercial, el medio
ambiente, el terrorismo, las drogas, las enfermedades infecciosas,
la proliferación de las armas, la protección del
ciberespacio y la preservación de los recursos naturales.
Si supera hábitos pasados de moda, los Estados Unidos
tendrán más posibilidades de éxito.
Abraham Lowenthal, profesor de relaciones
internacionales de la Universidad del Sur de California, es el
presidente fundador del Pacific Council on International Policy
(Consejo del Pacífico en Política Internacional).
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